A menudo olvidamos que la disciplina y el amor van de la
misma mano, aunque muchas veces duela.
A menudo culpamos a Dios de nuestras situaciones aunque no
le hayamos tenido en consideración en el momento en el que tomamos esa decisión
que nos llevó a la tan desagradable situación actual.
A menudo queremos hacer ver que somos más pobres que nadie,
cuando nosotros mismos donamos ropas que no nos vamos a poner más, para darlas
a los pobres más necesitados.
A menudo nos justificamos diciendo que hay distintos
escalones y grados de pobreza. Por eso el que tiene una televisión en casa es
pobre y el que no la puede tener es… ¿aún más pobre? Solo hay ricos y pobres.
A menudo alimentamos lo que tanto daño nos hace y no
resistimos la tentación de culpar a otros.
A menudo cuando estamos criticando a los demás queremos
ensalzar nuestras virtudes, pero nos olvidamos de nuestras propias faltas.
A menudo olvidamos levantar la cabeza de nuestro ombligo
para ver que no estamos solos en el escenario en el actuamos y que la gran
verdad que nadie nos enseña es que el escenario no es la función que nosotros
representamos y el resto el público, sino que en el escenario estamos todos y
nos vemos los unos a los otros.
A menudo pasamos tanto tiempo mirándonos en el espejo que no
encontramos nunca la suficiente satisfacción de vanagloriarnos como para
abandonar dicha tarea y mirar a los demás.
A menudo olvidamos que el único modo de alcanzar la humildad
es matar al egoísmo en el proceso.
A menudo olvidamos que en el verdadero y puro amor no
existen los celos, ni las mentiras, ni espera nada a cambio por muchas
justificaciones que demos.
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